Diego de Alcalá, SantoFranciscano, 13 de noviembre
Por: Andrés- Avelino Esteban Romero | Fuente: Franciscanos.org Empezamos
esta breve silueta hagiográfica reparando una, no por lo generalizada
menos digna de ser reparada, injusticia en la denominación del santoral
español al designar a San Diego con el toponímico de Alcalá de Henares,
en lugar del nombre de la villa de San Nicolás del Puerto, en la
provincia de Sevilla.
Insignificante por su demografía, es la villa de San Nicolás del Puerto
uno de los lugares más típicos y pintorescos de la provincia andaluza.
Se halla situado al norte de la misma, en pleno complejo montañoso, con
gran riqueza hidráulica, que dan a sus alrededores extensas zonas
cultivadas y amplias alamedas. Su altitud y arboledas hacen del lugar un
oasis en la canícula sevillana.
San Nicolás, en su insignificancia demográfica y urbanística, tiene un
lugar en la historia por el mejor de los títulos que dan entrada en
ella, por haber sido cuna de uno de los hombres que figuran en el
santoral de la Iglesia católica. Hacia fines del siglo XIV, sin que sea
posible concretar más la fecha, nació de humilde familia pueblerina el
niño que había de llevar junto a su nombre en documentos reales y bulas
pontificias el nombre del lugar que le vio nacer: San Diego de San
Nicolás. El hecho al que hemos aludido al comienzo de estas líneas de
que se le designe como San Diego de Alcalá no tiene más explicación que
el haber sido la ciudad complutense su última residencia terrenal, lugar
de su sepulcro hasta el presente, y que sus numerosos milagros hicieron
bien pronto célebre en toda España. Pero tanto las historias primitivas
del Santo como la bula de canonización expedida por Sixto V, no conocen
otro lugar de referencia que San Nicolás. La tradición lugareña ha
conservado ininterrumpidamente hasta el día de hoy la casa de su
nacimiento. La devoción de sus paisanos, cobijados bajo su celestial
patronato, respalda la designación del lugar de su nacimiento. El
Santoral Hispalense, de Alonso Morgado, el más documentado elenco
hagiográfico de santos sevillanos, así lo reconoce. Es, pues, de
justicia devolver al humilde pueblo sevillano el mejor título de su
historia, máxime cuando la ciudad complutense tiene tantos otros de
rango universitario y literario que la encumbran en España.
Muy poco se sabe de sus primeros años.
La más segura de sus biografías, debida a la pluma de don Francisco
Peña, abogado y promotor en Roma de la causa de canonización del Santo, y
que debió, por lo mismo, poseer los mejores datos en torno a la vida de
Diego, así lo reconoce. Don Cristóbal Moreno, traductor en el siglo XVI
al castellano de la obra latina de Peña, también hace constar esta
insuficiencia de datos sobre la niñez y primeros años de San Diego. Y
hasta la Historia del glorioso San Diego de San Nicolás, escrita por el
que fue guardián del convento de Santa María de Jesús, de Alcalá de
Henares, donde vivió y murió el Santo, se concreta para esta época de la
vida de Diego a las anteriores biografías de Peña y Moreno. La Historia
de Rojo, el guardián complutense, aparecida en 1663, sesenta años
después de la muerte de Moreno y a un siglo de distancia de la obra
latina de Peña, no pudo ampliar con nuevos datos, como parecería lógico
por haber vivido en el mismo convento de San Diego, lo que la bula y
anteriores hagiógrafos nos comunican. Alonso Morgado tampoco nos
enriquece el conocimiento de la niñez de Diego con aportaciones que
llenen el vacío de sus primeros años.
Deseosos de que esta silueta hagiográfica responda a la más estricta
seriedad documental, tanto más exigida cuanto San Diego llegó a ser un
taumaturgo popular en sus tiempos y en la España de los siglos de oro,
nos vamos a dedicar tan sólo a destacar dos aspectos de su vida: sus
itinerarios y las características de su santidad, tal como aparecen
aquéllas en la bula de canonización.
San Diego, nacido en el más pequeño lugar de la provincia de Sevilla,
fue sin duda uno de los hombres de su tiempo y condición que más viajó.
Podríamos trazar la línea de su constante andar con un gráfico que va de
San Nicolás al cielo, pasando por Sevilla, Córdoba, las Islas Canarias,
Roma y Castilla, rindiendo viaje en Alcalá de Henares, para saltar
desde la gloria del sepulcro a los altares. En el polvo de sus sandalias
quedaron adheridas y mezcladas tierras de innumerables caminos de
España y Francia e Italia.
De San Nicolás pasa a un lugar cercano a la villa para ponerse bajo la
dirección espiritual de un santo sacerdote ermitaño, el primero que
cultiva sus ansias generosas de total entrega de servicio a Dios. De
allí, confirmada su voluntad de consagración al Señor, se traslada a
Arrizafa, cerca de Córdoba, en cuyo convento profesa como fraile lego en
los Menores de la observancia franciscana. Desde este lugar comienza su
itinerario limosnero y misional por incontables pueblos de Córdoba,
Sevilla y Cádiz, dejando detrás de su paso una estela de caridad y
milagros que aún pervive en las tradiciones lugareñas de no pocos de
esos pueblos.
Pero el humilde fraile de «tierra adentro» había de enfrentarse, en su
constante caminar, con las rutas del «mar océano», empresa en aquellos
tiempos ni corta ni común. Las Islas Canarias, especialmente
Fuerteventura, son ahora la meta de su itinerario misionero en calidad
de guardián, para lo que fue designado hacia el año 1449. Su paso por
las Islas Afortunadas quedó también marcado por obras maravillosas de
apostolado y de caridad. Vuelto a la Península hacia el año 1450, en
ocasión del jubileo universal proclamado por la santidad de Nicolás V,
su piedad mueve sus pies camino de Roma para lucrar las gracias de aquel
jubileo. Después de varios meses de peregrinar llega a la Ciudad Eterna
al tiempo de la canonización de San Bernardino de Sena, cuyo
acontecimiento, al congregar en Roma varios miles de religiosos
franciscanos, había de ofrecer otra oportunidad a su celo y caridad
ardiente con motivo de una epidemia habida entre los peregrinos llegados
de varias partes. Fue el convento de Santa María de Araceli el lugar de
su residencia durante tres meses.
Vuelve a España. Y después de un tiempo en el convento castellano de
Nuestra Señora de Salceda, llega en su última etapa terrenal a Alcalá de
Henares, en cuyo convento de Santa María de Jesús había de vivir los
últimos años de su vida mortal para nacer a la gloria y a la santidad de
los altares.
Esta breve consignación geográfica de sus itinerarios en aquellos
tiempos, y en un humilde hijo pueblerino y religioso lego, es más que
suficiente para poner de relieve su destacada personalidad, cuya base
estribaba tan sólo en su santidad misionera y caritativa.
Si hubiésemos de sintetizar la fisonomía de su espiritualidad, dentro
siempre del estilo franciscano de su vida, no dudaríamos en destacar la
obediencia hasta el milagro, la sencillez y servicialidad sin límites,
la caridad heroica para con todos, como las virtudes que le encumbraron a
la santidad y que le hicieron famoso y hasta popular en vida y después
de su muerte. El humilde lego que hacía salir a su paso a todos para
verle y acogerse a su valimiento delante de Dios mientras vivía, había
de congregar junto a su sepulcro a los grandes de la tierra después de
muerto. Cardenales y prelados de la Iglesia, reyes y príncipes, hombres y
mujeres del pueblo habían de ir, sin distinción de clases, al humilde
religioso franciscano. Enrique IV de Castilla, primero; cardenales de
Toledo, príncipes de España, el mismo Felipe II después, acudieron junto
a su tumba, llevados por el mismo sentimiento de confianza en su
santidad milagrosa, o hicieron llevar sus restos sagrados hasta las
cámaras regias, como en el caso del príncipe Carlos, hijo del Rey
Prudente, a fin de impetrar de Dios, por su mediación, la curación y el
milagro. Nada menos que el propio Lope de Vega había de inmortalizar en
una de sus comedias en verso el milagro del príncipe Carlos, que había
de cantar, en la poesía del Fénix de nuestros Ingenios, el pueblo todo
de España.
Nadie con más autoridad que Sixto V puede resumirnos las características
de la santidad de Diego. «El Todopoderoso Dios –dice en la bula de
canonización–, en el siglo pasado, muy vecino y cercano a la memoria de
los nuestros, de la humilde familia de los frailes menores, eligió al
humilde y bienaventurado Diego, nacido en España, no excelente en
doctrina, sino “idiota” y en la santa religión por su profesión lego...,
mostrándole claramente que lo que es menos sabio de Dios, es más sabio
que todos los hombres, y lo más enfermo y flaco, más fuerte que todos
los hombres... Dios, que hace solo grandes maravillas, a este su siervo
pequeñito y abandonado, con sus celestiales dones de tal manera adornó y
con tanto fuego del espíritu Santo le encendió, dándole su mano para
hacer tales y tantas señales y prodigios así en vida como después de
muerto, que no sólo esclareció con ellos los reinos de España, sino aun
los extraños, por donde su nombre es divulgado con grande honra y gloria
suya... Determinamos y decretamos –continúa la bula– que el
bienaventurado fray Diego de San Nicolás, de la provincia de la
Andalucía española, debe ser inscrito en el número y catálogo de los
santos confesores, como por la presente declaramos y escribimos; y
mandamos que de todos sea honrado, venerado y tenido por santo...»
Lo humilde y pobre del mundo fue escogido por Dios para maravilla de los
grandes y poderosos de la tierra. En Diego se cumplió una vez más de
modo esplendente el milagro de la gracia.
Así se consumaron las etapas del itinerario de San Diego de San Nicolás,
quien entró en la inmortalidad bienaventurada el 13 de noviembre de
1463 en Alcalá, y en la gloria de los altares en julio de 1588, bajo el
pontificado de Sixto V, culminando el proceso introducido por Pío IV en
tiempos de Felipe II.
No queremos cerrar esta silueta sin consignar aquí un deseo y una
aspiración de todos sus paisanos, y que será la última etapa de sus
itinerarios y hasta una solución a la soledad en que hoy se halla su
sepulcro. La etapa, triunfal y definitiva, de Alcalá, donde hoy reposa, a
San Nicolás, la villa que le vio nacer, y en la que la devoción popular
al santo Patrono y paisano espera tenerle lo más cerca posible, no sólo
para honrarle como su santidad y gloria merecen, sino incluso para
conseguir por su mediación valiosa la completa y plena restauración de
la vida cristiana de un pueblo pequeño y humilde, pero que conserva la
fe en su Santo, al que lleva siglos esperando.